¿Qué hacíais vosotros la madrugada del viernes 6 al sábado 7 de mayo? Yo estaba en mi casa, delante del ordenador, inquieto, desanimado, triste. Las malas noticias por mucho que hayamos pensado en ellas antes de que ocurran. Por mucho que nos hayamos preparado para afrontarlas, cuando llegan, joden.
Ya pasada la hora de la Cenicienta parecía que la mala noticia, en forma de calabaza, se iba a convertir en una realidad. La mala noticia, en forma de zapato de cristal perdido, iba a ser inevitable. La falsa esperanza, en forma de príncipe azul, no iba a llegar a salvarle al día siguiente. Yo, mientras tanto, seguía haciendo lo que llevaba haciendo hacía horas; ver viejos videos de ÉL en la red, leer las loas electrónicas hacia su persona por parte de amigos y periodistas que en las últimas horas se habían multiplicado y hasta echar un (enésimo) vistazo a algunos pasajes de su autobiografía.
Pero entonces leí algo en Internet, una nueva noticia sobre él. De repente me di cuenta y todo cuadró, de repente lo entendí. 32 años para volver al punto de partida. ÉL es así, ÉL no podría hacerlo de otra manera.
En 1979, el primer Open Championship estaba en sus manos. Ya había avisado tres años antes siendo aún un desconocido. Había puesto en aprietos al arisco Johnny Miller en un campo del noreste de Inglaterra. Había obligado al norteamericano, una de las figuras del golf mundial en ese momento, a hacer 66 golpes e igualar el record del campo para poder llevarse un Grande. O mejor, dicho, para poder llevarse El Grande. Aquella tarde de verano, el mundo descubrió a una estrella. Una estrella cercana, que apenas podía hablar en inglés en la entrega de premios, una estrella que jugaba de una forma nunca antes vista. Una estrella que estaba destinada, tarde o temprano, a marcar una época en Europa.
Y en esa madrugada de mayo 2011, yo, lo entendí todo.
Pero volvamos a Royal Lytham en 1979. Retales en forma de imágenes como la de Hale Irwin y su pañuelo blanco, o aquella mirada de cazador y su determinación para ganar reflejada en la cara. Y finalmente, un golpe que lo explica todo y que ha pasado a formar parte de la Historia del Open y por ende, de la Historia del Golf.
Esto era sólo el comienzo y yo, 32 años después, lo entendí todo.
A partir de entonces, cuatro Majors más. El primer ganador europeo en Augusta un año después, destrozando el torneo desde el principio y alcanzando una ventaja de diez golpes sobre el segundo a falta de nueve hoyos. En 1983, otra chaqueta verde a su armario. La frase de Tom Kite, subcampeón en esa edición, es un buen epílogo para aquella semana de golf en Georgia: ‘cuando está en racha, parece que conduce un Ferrari y nosotros vamos en Chevrolets’
Y a mi, me seguía cuadrando todo.
En 1984 en Escocia, en St. Andrews, posiblemente llegó al culmen de su carrera. Número uno del golf mundial sin discusión y diez segundos de nuevo para la Historia; la metí, la metí.
Ahora sí que lo veía claro.
Faltaba un nuevo Open, esta vez en 1988 de nuevo en Royal Lytham. Con una última vuelta antológica frente a Nick Faldo y Nick Price. El inglés se vino abajo en un par cinco donde el de Zimbawe y ÉL hicieron eagle, mientras que le inglés se tuvo que conformar con par a pesar de estar de dos en el collarín de green. La batalla de birdies, putts embocados desde cuatro metros y golpes a green entre el emergente Price y ÉL está considerada por muchos como la mejor vuelta de golf de un último día en la historia del Open. Él ganó, una vez más, pero era más el cómo ganaba que el qué ganaba o a quién ganaba.
Faltaban los momentos Ryder. No sólo en el campo con Olazábal como pareja, sino en el vestuario. Como la arenga a sus compañeros en el 83 después de haber perdido por un punto. No sólo en los individuales del domingo, sino en las oficinas, siendo el impulsor de un torneo perdido hasta convertirlo en uno de los mayores eventos deportivos del planeta. No sólo como Capitán en Valderrama allá por 1997, sino como catalizador del espíritu europeo fuera del campo, como líder natural a quién se seguía sin discusión.
Tantos años después todo encajaba.
Son casi la 1AM y yo acabo de leer una nueva noticia sobre él, quizás fue en Twitter, quizás fue en algún periódoco, no recuerdo dónde pero sí lo que decía; Severiano Ballesteros está en muerte en cerebral. Y me di cuenta que en ese momento, lo único que le funciona, lo único que le mantenía con vida era su corazón. ¡Cómo no! me dije. El corazón era lo que siempre le había llevado a la victoria. Era lo que le había hecho luchar y un luchador como él, si algo iba a proteger hasta el final, si a algo no iba a renunciar hasta que no perdiera su último gramo de fuerza era a su corazón.
Ese corazón que le hizo conseguir un birdie desde el parking en 16 de Royal Lytham. Ese corazón que le llevó a ser el primer europeo en ganar en Augusta. Ese corazón que fue el que metió el putt del 18 en St. Andrews cuando parecía que no iba a entrar. Ese corazón que fue capaz de unir a un continente para conseguir algo impensable, ganar a un equipo formado por los mejores jugadores de EEUU un torneo de tres días.
Todo me cuadraba, todo me encajaba, todo se veía claro. 32 años después, Seve nos daba a todos su última lección. Y para ello utilizaba lo mismo que siempre había utilizado para asombrar al mundo; su corazón.
Enhorabuena por esta entrada, no me puedo ir sin decírtelo. Fantástica.
ResponderEliminarMuchas gracias Miwel. Es una reflexión, sobre todo, sincera. Mi pequeño homenaje a Severiano.
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